... Ya nos hemos acostumbrado a ir un restaurant y encontrarnos con los comensales más interesados en sus teléfonos que en conversar con el otro. Vemos a familias en la playa y cada uno está “enchufado” a su propio dispositivo, escuchando música, leyendo las noticias, chequeando las redes sociales o “whatsappeando”. En los boliches sólo hay gente bailando sola y sus caras iluminadas por las pantallitas de los celulares.
Somos cada vez más los que opinamos que eso no está bueno, incluso quienes lo hacemos. ¿Por qué hacemos eso entonces? La primera respuesta es: porque podemos. La tecnología de los dispositivos y la conectividad de las redes nos dan la posibilidad de estar “conectados” de forma ilimitada. Quizás es hora de preguntarnos a qué o quiénes nos estamos conectando.
Internet se ha convertido en una necesidad básica de nuestra sociedad hiperconectada. Si todavía no tenemos internet ilimitado en el smartphone, o si estamos en el exterior, nos convertimos en cazadores de Wi-Fi. Escuchamos historias increíbles de gente que se fue de vacaciones pero se pasó la mayor parte del tiempo en la habitación del hotel por culpa de WhatsApp y algún nuevo amor.
Cual niños frente a una chocolatería a disposición, los adultos consumimos internet en forma de redes sociales, noticias, mensajes, música, videos y contenidos de todo tipo que hace algunos años no imaginábamos que podríamos acceder. Pero, al igual que un niño que comió demasiado chocolate, entregarnos a nuestro deseo de consumir internet de forma ilimitada no siempre es lo mejor para nosotros. Lo que queremos no siempre es lo que necesitamos.
Quienes han leído algo de psicología conocen la noción básica de que el deseo nunca desaparece: se transforma. A todos nos ha pasado alguna vez de desear algo (o alguien) como nada más en el mundo y en el momento que lo conseguimos, perdemos el interés. Entonces nuestra mente sale en busca de un nuevo objeto de deseo para llenar ese vacío y la rueda vuelve a girar.
Podemos pasarnos horas, días, semanas y mucho más entre la computadora y el celular. Cuando me aburrí de leer las noticias en Twitter, me paso a Facebook a ver en qué andan mis amigos y así se pasa mi mañana. En el almuerzo le saco a mi plato para publicar en Instagram y de paso veo en dónde están veraneando mis contactos. De tarde, en la playa, no cierro nunca el Spotify ni para jugar al Candy Crush, Preguntados o el jueguito que esté de moda hoy, y en el medio van y vienen los WhatsApp de los que están en otras playas o incluso trabajando. De tardecita no pueden faltar los videos divertidos en YouTube o alguna serie en Netflix, y me duermo chateando con el pique del verano.
¿Cuántos habrán tenido un verano ilimitado como este, en el cual se conectaron con todo lo que nos imaginemos, menos lo que estaba pasando en ese momento y lugar? ¿Cuántos otros habrán sufrido lo caro que sale el roaming y lo lento que iba el Wi-Fi de la posada, en lugar de salir a explorar el lugar nuevo donde estaban? ¿Cuántos se perdieron el mejor atardecer intentando captarlo en una foto para Instagram, para que pase a ser una imagen más entre los cientos de atardeceres que publicaron nuestros contactos?
A nadie le gustan los límites, pero todo adulto sabe que son necesarios, y que además hacen que las cosas sean más disfrutables cuando finalmente accedemos a ellas. Para este 2016 los invito a consumir internet como un buen chocolate: todos los días un cuadradito que explota de sabor, pero sin empacharnos.
Clarisa Lucciarini
Directora Creativa en PIMOD
Twitter: @ClarisaLu
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