Por más que ha sufrido modificaciones con los años, y el menú cambia todos los meses, la estructura de la cena es siempre la misma. Los comensales entran a un salón que está tapiado, disfrutan de una picada a la luz de las velas y luego pasan unas dos horas comiendo y degustando vinos totalmente a oscuras.
Cuando Carlos Martínez estaba al frente de la Unión Nacional de Ciegos recibía boletines con información de todo tipo relacionada a la discapacidad visual. Más de una vez, por esa vía, se enteró de experiencias similares a la Cena de los Sentidos que se desarrollaban en hoteles de España e Inglaterra. Supuso que en algún momento empresarios traerían esa idea a Uruguay, pero no sucedió. Es por eso que optó por asumir él mismo ese desafío y creó la Cena de los Sentidos.
“No hay mozos ciegos en el país. Es por eso que formé un grupo con personas que sabía que eran capaces de resolver situaciones y que tenían buena comunicación con la gente. Hicimos un entrenamiento para ver cómo nos adaptábamos y todo salió bien. Todos tienen sus trabajos y el salario que reciben por esto es un ingreso extra para ellos ”, explicó Martínez a InfoNegocios.
Martínez le ofreció la experiencia a La Commedia, ya que tenía un salón anexo que se podía utilizar sin entorpecer el normal funcionamiento del local. El restaurante aceptó y las dos cenas de prueba que hicieron -en un principio- derivaron en dos cenas mensuales que se vienen haciendo ininterrumpidamente desde 2011.
Cuando llegué a La Commedia sentí que estaba en una sala de espera. Personas entraban, se anunciaban frente a un mozo y se sentaban en una mesa. El ambiente no era el de una cena normal y se respiraba cierta tensión. Una mujer joven se acercó a la mesa en la que estaba sentado junto a mi acompañante y nos comentó que le costó convencer a su novio para que viniera a la experiencia con ella. “Me dijo que le parecía morboso”, dijo al pasar. Su novio, a quien no conocí, estaba equivocado. No jugas a ser ciego, nunca se habla sobre la discapacidad y simplemente es una experiencia gastronómica en la que te conectás con lo que te rodea de forma distinta, prescindiendo de la vista.
Un mozo fue anunciando el nombre de cada uno de los comensales para que pasáramos en orden al salón donde se desarrollaba el evento. La Cena de los Sentidos se realiza dos días consecutivos al mes (lunes y martes). Este lunes dos personas llegaron a La Commedia a las 14:00 horas para encargarse de bloquear toda posible entrada de luz. El trabajo les lleva cerca de cinco horas. El salón se recubre con 300 kilos de tela negra, aunque al entrar no lo noté porque habían velas encendidas desperdigadas por todo el espacio y todo parecía normal.
En la semana previa a la cena Martínez trabaja como detective. Según la edad que tienen quienes reservan, la forma en que hablan o si son una pareja o un grupo de amigos, elige cómo conformar las mesas. Parte de la experiencia implica compartir mesa con gente desconocida. El organizador del evento se toma muy en serio este trabajo porque se pone como objetivo que fluya una buena conversación en cada mesa. “A veces hasta googleo a las personas para saber en qué trabajan y así sé con quién ponerlas. Nos sucede que después surgen negocios o amistades entre personas que se ven solo por cinco minutos y luego de la cena intercambian teléfonos o tarjetas personales”, dijo Martínez.
A nosotros nos tocó una mesa para dos personas, por lo que no compartimos la experiencia con gente desconocida. Disfrutamos de un pan casero y una picada a la luz de las velas, mientras esperábamos que se complete el salón. El espacio era largo y algo angosto, con cinco mesas de un lado y cinco del otro. Una vez que estábamos instalados los 36 comensales, Martínez explicó de qué se trata la experiencia y largó algún que otro chiste para bajar un poco la tensión que existía en la sala.
Cuando terminó de hablar, uno de los mozos apagó una por una las velas. Ni bien apagó la última, nuestros cuerpos se desbordaron de ansiedad. Por unos “largos” tres o cuatro minutos casi no hablé con mi compañera. Me sentí abrumado. Ella me dijo que pruebe de cerrar los ojos y volver a abrirlos. Lo hice y no noté diferencia alguna. La oscuridad era total.
La calma llegó con Gerardo. El mozo arribó a la mesa empujando un carrito y nos ofreció vinos de Don Pascual, cervezas Stella Artois, refrescos de Coca-Cola y productos de Salus (empresas que sponsorean las cenas y ofrecen sus bebidas en formato de canilla libre). Poco después trajo la entrada sorpresa, no sabíamos lo que teníamos enfrente. Nos dio un tenedor a cada uno, pero nos invitó a que comiéramos con las manos. Intenté pinchar los bocaditos con el tenedor, fue imposible y le terminé haciendo caso a Gerardo. Con mi acompañante jugamos, incentivados por Martínez, a adivinar qué estábamos comiendo. Ella tenía más noción de lo que estaba probando, yo no tenía idea. Pero pocas veces disfruté tanto de una comida, nunca le presté tanta atención a los sabores. No había ningún celular dando vueltas, no sabía qué hora era. Solo estábamos nosotros, el plato, los aromas y la charla. Y claro, un bullicio general. Según Martínez, es normal que cuando la gente no ve tiende a hablar más fuerte debido a la ansiedad que tiene. Como habían unas diez mujeres festejando un cumpleaños en el fondo del salón, el ruido era doble porque se hablaban de una mesa a la otra.
Luego de los nervios iniciales sentí una increíble paz. De un momento para el otro empecé a disfrutar y noté cómo se agudizaron mis sentidos. El tacto fue clave para mantener la prolijidad de la mesa y no derramar ningún vaso. El olfato fue importante para apreciar la comida. Pese a mi resfrío, los olores los sentí como nunca antes. La comunicación con quién tenía enfrente al principio fue rara: de nada servían las sonrisas, las miradas u otros gestos que suelo hacer al hablar. Con el paso de los minutos fui disfrutando cada vez más de ese intercambio que dependía únicamente del habla (y algunos silencios agradables).
En dos ocasiones personas intentaron usar disimuladamente sus celulares y recibieron el repudio inmediato de los demás participantes mediante chiflidos y gente que gritaba la palabra “celular”, incluído yo. La mínima luz, por tenue que sea, rompe con la magia que reina en el lugar.
Volvió Gerardo, que siempre estaba cerca por si necesitábamos algo. Cada mozo se encarga de dos mesas y es por eso que uno termina generando un vínculo con quien te atiende. Trajo el plato principal, que Martínez nos dio a elegir vía Whatsapp entre tres opciones unos días antes de la cena. Mi acompañante comió una polenta en ragú de cordero y yo opté por unos sorrentinos de cerdo al tannat.
Con el plato ya vacío le comenté a Gerardo mi necesidad de ir al baño. Una cuerda viaja de extremo a extremo del salón para que los comensales se guíen a través de ella para llegar al baño sin accidentarse. De todos modos, Gerardo me ofreció su codo y me guió. Los roles se invirtieron: yo no veía y, aunque él tampoco, me ofició de guía. Cuando salí de la sala y entré al baño mis ojos sufrieron el impacto de pasar de la oscuridad a la luz, tanto que me ardieron por unos cinco minutos (inclusive una vez que retorné a la oscuridad). El camino de ida al baño fue sencillo, la vuelta a la mesa no. Le dije a Gerardo que quería intentar volver a mi mesa de la forma más independiente posible. En el piso hay pequeños lomos de burro que le indican a uno frente a qué mesa está. De todos modos, calculé mal. Si no fuera por la voz de mi compañera que me llamó al escuchar mis pasos, y la ayuda de Gerardo, me hubiera sentado en otra mesa.
El postre también fue sorpresa. Martínez nos comentó que tenía seis sabores, adivinamos cinco pero no logramos identificar el más importante. Se trataba de un flan de boniato, con agregados dulces que sí reconocimos.
Sobre el final de la cena los mozos se divirtieron haciendo un sketch que hizo reír a toda la sala. También llevaron adelante un improvisado concurso de canto donde algunos comensales, impulsados por la tranquilidad de que nadie los veía, se animaron a brindarnos un show musical.
Los mozos nos llevaron a la luz de forma progresiva para que no se dañara nuestra vista y la experiencia terminó. Una vez afuera del salón, sobre una barra, estaban expuestos todos los platos que se sirvieron durante la experiencia para que pudiéramos corroborar si nuestras intuiciones estaban acertadas. Gerardo no era físicamente como nos lo habíamos imaginado, pensamos que era más joven. No sé explicar el porqué, pero ver al que fue mi soporte durante la noche me sacó una sonrisa.
Cuando nos fuimos, el equipo se quedó durante dos horas descolgando las telas, cenando y charlando acerca del servicio que brindaron. De esas charlas surgen nuevas ideas que posiblemente vuelquen en los próximos eventos.
“Creemos que es una propuesta que no tiene techo. Podemos hacer cenas empresariales o temáticas, con comida mexicana y mariachis, por poner un ejemplo. Tenemos el sueño de llevar esto al interior”, dijo Carlos Martínez a InfoNegocios.
El costo individual del evento es de $ 1.400. Ya más de 6.000 personas pasaron por la Cena de los Sentidos que está recibiendo reservas para el próximo mes. Sin una gran difusión, la experiencia en sí y el boca a boca es lo que hace que la gente siga llenando La Commedia de personas que quieren comer sin ver.